domingo, 28 de octubre de 2012

DESPUES DE UNA PERDIDA

INTRODUCCIÓN
S egún parece, es muy difícil orar cuando
nos sentimos heridos. Más bien quisiéramos
gritar, quejamos y llorar. No nos damos cuen-
ta de que estas expresiones son también una
manera de orar. En realidad, tal vez sean la
única manera de orar después de haber per-
dido a alguien que ha sido cercano a noso-
tros. Las oraciones "nada dulces" son, segu-
ramente, las únicas que Dios espera de noso-
tros en esos tiempos duros.
y
solamente así,
pasando por el dolor, podemos superar el do-
lor. Esto significa dejar que las expresiones
de nuestros sentimientos sean, a la vez, ora-
ciones que nos restituyan la salud.
Esta pequeña colección de Estímulos para
orar
es sencillamente eso: una colección de
estímulos y motivaciones para mantenemos
en el camino que conduce a la curación. Pre-
tenden ayudamos a crear experiencias y ex-
presiones de oración, y no simplemente "pa-
labras para orar". Toda oración, en efecto,
 
 consiste en dar o recibir comunicación. Por
eso
,
hemos incluido en esta obra textos de la
Sagrada Escritura y citas de muchas fuentes
inspíradoras. todos con el fin de ayudamos a
encontrar las palabras y las maneras para
expresar a Dios nuestra tristeza
,
nuestro co-
raje
-
nuestra soledad, nuestra culpabilidad y
otros sentimientos de dolor que acompañan
la pérdida.
Estos estímulos para orar tienen también
el propósito de ayudamos a escuchar a Dios,
porque, en verdad
, gran parte de la oración consiste más en escuchar, recibir, poner aten- ción, que en hablar o hacer. Afortunadamen- te, la oración sin palabras parece ser más fá- cil y más natural cuando nos sentimos heri- dos. (Recuérdese la frase de Ernest Hemin- gway en su libro El vieja y el mar: «'Ay', dijo en voz alta. Esta palabra no tiene traducción
. tal vez sea solamente un ruido como el que un hombre podría hacer de manera invo- luntaria, cuando siente que el clavo atravie- sa sus manos y penetra en la madera»). Es- tos esmulos para orar van, pues, al encuen- lIO de los que sufren allí, en la situación en
la que se encuentran; es decir, dispuestos a recitar oraciones de lágrimas, oraciones de coraje o la oración silenciosa del alma que se siente abandonada.
Que las palabras y sugerencias de estaletras ayuden a empezar la curación de nuestra vida. Que estas palabras eleven el espíritu del lector y lo ayuden a sentir la pre- sencia de Dios, que siempre escucha, ama y vive la experiencia del dolor con nosotros.

EMPEZAR CON POCO
"En las pequeñas ocupaciones
se encuentra una gran pa
z".
CHAUCER
NADA SERA IGUAL JAMÁS;
ésa es la naturaleza de una pérdida.
Lo que amaste y te fue familiar ya no es
parte de tu vida. Mientras enfrentas la
realidad de
'
nada jamás será igual',
s
igue adelante y asume el reto
de esta realidad: las cosas son diferentes. Con el tiempo, lo muy diferente se volverá algo diferente y con un poco más de tiempo, este algo diferente se convertirá
plenamente familiar y normal".
Kass Dotterweich

Estímulos para orar
Piensa en una pequeña oración, gesto o rito
que puedas realizar, algo muy personal
,
privado y pequeño. Tal vez sea persignarse
como lo hacen los cristianos, o una breve
expresión como "Quédate conmigo, Señor".
O puede ser también un pequeño objeto
religioso o símbolo sagrado que se pueda
tocar o tomar. Éstas son las pequeñas
oraciones que pueden encaminamos a la
curación. Inclinar ligeramente la cabeza
puede ser apropiado mientras rezas:
Tú, Señor Jesús,
que iniciaste tu vida como un niño pobre y
humilde en el establo, ayúdame a reiniciar
mi vida con pasos pequeños e infantiles.
Estos primeros pasos son los únicos que en
este momento puedo dar para curarme,
contigo a mi lado:

viernes, 19 de octubre de 2012

IFAP: TEMA 4: LA PALABRA EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA

TEMA 4: LA PALABRA EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA

Objetivo:
“Experimentar que la misión de predicar la Palabra es consecuencia del encuentro con ésta”

“Vino a Nazará, donde se había criado, entró, según su costumbre, en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías, desenrolló el volumen y halló el pasaje donde está escrito: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracias del Señor”. Enrolló el volumen, lo devolvió al ministro y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: “Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy” (Lc 4, 16-21).

La misión de la Iglesia al comienzo de este nuevo milenio es nutrirse de la Palabra, para ser sierva de la Palabra en el empeño de la evangelización (RM 277-278).[1]
El anuncio del Evangelio es, sin lugar a dudas, la razón de ser de la Iglesia y de su misión. Esto implica que ella vive lo que predica. Ésta es la vía decisiva para que aparezca creíble aquello que proclama, a pesar de las debilidades y de la pobreza.

El pueblo de Israel, cuando respondía a la Palabra de Dios, decía:
 “Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahvé” (Ex 24, 7); también Jesús invitaba a esta respuesta a sus discípulos al concluir el Discurso de la Montaña (Cf Mt 7, 21-27).

El anuncio de la Palabra de Dios, en la escuela de Jesús, tiene como fuerza íntima y contenido el Reino de Dios (Cf Mc 1, 14-15). El Reino de Dios es la misma Persona de Jesús, que con las palabras y las obras ofrece a todos los hombres la salvación. Predicando a Jesucristo, la Iglesia participa, por lo tanto, en la construcción del Reino de Dios, ilumina el dinamismo de la semilla del Reino que germina (Cf Mc 4, 27) e invita a todos a recibirlo.

El ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! (1 Cor 9, 16) de san Pablo resuena también hoy en la Iglesia con urgencia y es para todos los cristianos no una simple información, sino una llamada al servicio del Evangelio para el mundo. En efecto, como dice Jesús: “la mies es mucha” (Mt 9, 37) y diversificada: existen muchos que jamás han recibido el Evangelio y están a la espera del primer anuncio, especialmente en los continentes de África y de Asia; hay también otros que se han olvidado del Evangelio y esperan una nueva evangelización. Dar un testimonio claro y compartido sobre una vida, según la Palabra de Dios, atestiguada por Jesucristo, constituye un criterio indispensable para verifica la misión de la Iglesia.
                         
En el discurso conclusivo del Sínodo sobre la palabra escuchamos:

Los caminos de la Palabra: La Misión.

«Porque de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra del Señor» (Is 2,3). La Palabra de Dios personificada "sale" de su casa, del templo, y se encamina a lo largo de los caminos del mundo para encontrar la gran peregrinación que los pueblos de la tierra han emprendido en la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la paz. Existe, en efecto, también en la moderna ciudad secularizada, en sus plazas, y en sus calles - donde parecen reinar la incredulidad y la indiferencia, donde el mal parece prevalecer sobre el bien, creando la impresión de la victoria de Babilonia sobre Jerusalén - un deseo escondido, una esperanza germinal, una conmoción de esperanza. Come se lee en el libro del profeta Amos, «vienen días - dice Dios, el Señor - en los cuales enviaré hambre a la tierra. No de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios» (8, 11). A esta hambre quiere responder la misión evangelizadora de la Iglesia.

Asi mismo Cristo resucitado lanza el llamado a los apóstoles, titubeantes para salir de las fronteras de su horizonte protegido: «Por tanto, id a todas las naciones, haced discípulos [...] y enseñadles a obedecer todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20). La Biblia está llena de llamadas a "no callar", a "gritar con fuerza", a "anunciar la Palabra en el momento oportuno e importuno", a ser guardianes que rompen el silencio de la indiferencia. Los caminos que se abren frente a nosotros, hoy, no son únicamente los que recorrió san Pablo o los primeros evangelizadores y, detrás de ellos, todos los misioneros fueron al encuentro de la gente en tierras lejanas.

La comunicación extiende ahora una red que envuelve todo el mundo y el llamado de Cristo adquiere un nuevo significado: «Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día, y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas» (Mt 10, 27). Ciertamente, la Palabra sagrada debe tener una primera transparencia y difusión por medio del texto impreso, con traducciones que respondan a la variedad de idiomas de nuestro planeta. Pero la voz de la Palabra divina debe resonar también a través de la radio, las autopistas de la información de Internet, los canales de difusión virtual on line, los CD, los DVD, los "ipods" (MP3) y otros; debe aparecer en las pantallas televisivas y cinematográficas, en la prensa, en los eventos culturales y sociales.

Esta nueva comunicación, comparándola con la tradicional, ha asumido una gramática expresiva específica y es necesario, por lo tanto, estar preparados no sólo en el plano técnico, sino también cultural para dicha empresa. En un tiempo dominado por la imagen, propuesta especialmente desde el medio hegemónico de la comunicación que es la televisión, es todavía significativo y sugestivo el modelo privilegiado por Cristo. Él recurría al símbolo, a la narración, al ejemplo, a la experiencia diaria, a la parábola: «Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas [...] y no les hablaba sin parábolas» (Mt 13, 3.34). Jesús en su anuncio del reino de Dios, nunca se dirigía a sus interlocutores con un lenguaje vago, abstracto y etéreo, sino que les conquistaba partiendo justamente de la tierra, donde apoyaban sus pies para conducirlos de lo cotidiano, a la revelación del reino de los cielos. Se vuelve entonces significativa la escena evocada por Juan: «Algunos quisieron prenderlo, pero ninguno le echó mano. Los guardias volvieron a los principales sacerdotes y a los fariseos. Y ellos les preguntaron: «Por qué no lo trajiste? Los guardias respondieron: "Jamás hombre alguno habló como este hombre"» (7, 44-46).

Cristo camina por las calles de nuestras ciudades y se detiene ante el umbral de nuestras casas: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20). La familia, encerrada en su hogar, con sus alegrías y sus dramas, es un espacio fundamental en el que debe entrar la Palabra de Dios. La Biblia está llena de pequeñas y grandes historias familiares y el Salmista imagina con vivacidad el cuadro sereno de un padre sentado a la mesa, rodeado de su esposa, como una vid fecunda, y de sus hijos, como «brotes de olivo» (Sal 128). Los primeros cristianos celebraban la liturgia en lo cotidiano de una casa, así como Israel confiaba a la familia la celebración de la Pascua (cf. Ex 12, 21-27). La Palabra de Dios se transmite de una generación a otra, por lo que los padres se convierten en «los primeros predicadores de la fe» (LG 11). El Salmista también recordaba que «lo que hemos oído y aprendido, lo que nuestros padres nos contaron, no queremos ocultarlo a nuestros hijos, lo narraremos a la próxima generación: son las glorias del Señor y su poder, las maravillas que Él realizó;  y podrán contarlas a sus propios hijos» (Sal 78, 3-4.6).

Cada casa deberá, pues, tener su Biblia y custodiarla de modo concreto y digno, leerla y rezar con ella, mientras que la familia deberá proponer formas y modelos de educación orante, catequística y didáctica sobre el uso de las Escrituras, para que «jóvenes y doncellas también, los viejos junto con los niños» (Sal 148, 12) escuchen, comprendan, alaben y vivan la Palabra de Dios. En especial, las nuevas generaciones, los niños, los jóvenes, tendrán que ser los destinatarios de una pedagogía apropiada y específica, que los conduzca a experimentar el atractivo de la figura de Cristo, abriendo la puerta de su inteligencia y su corazón, a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial.

Jesús, en la parábola del sembrador, nos recuerda que existen terrenos áridos, pedregosos y sofocados por los abrojos (cf. Mt 13, 3-7). Quien entra en las calles del mundo descubre también los bajos fondos donde anidan sufrimientos y pobreza, humillaciones y opresiones, marginación y miserias, enfermedades físicas, psíquicas y soledades. A menudo, las piedras de las calles están ensangrentadas por guerras y violencias, en los centros de poder la corrupción se reúne con la injusticia. Se alza el grito de los perseguidos por la fidelidad a su conciencia y su fe. Algunos se ven arrollados por la crisis existencial o su alma se ve privada de un significado que dé sentido y valor a la vida misma.

La Biblia, que propone precisamente una fe histórica y encarnada, representa incesantemente este inmenso grito de dolor que sube de la tierra hacia el cielo. Bastaría sólo con pensar en las páginas marcadas por la violencia y la opresión, en el grito áspero y continuado de Job, en las vehementes súplicas de los salmos, en la sutil crisis interior que recorre el alma del Eclesiastés, en las vigorosas denuncias proféticas contra las injusticias sociales. Además, se presenta sin atenuantes la condena del pecado radical, que aparece en todo su poder devastador desde los exordios de la humanidad en un texto fundamental del Génesis (c. 3). En efecto, el "misterio del pecado" está presente y actúa en la historia, pero es revelado por la Palabra de Dios que asegura en Cristo la victoria del bien sobre el mal.

Pero, sobre todo, en las Escrituras domina principalmente la figura de Cristo, que comienza su ministerio público precisamente con un anuncio de esperanza para los últimos de la tierra: «El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). Sus manos tocan repetidamente cuerpos enfermos o infectados, sus palabras proclaman la justicia, infunden valor a los infelices, conceden el perdón a los pecadores. Al final, él mismo se acerca al nivel más bajo, «despojándose a sí mismo» de su gloria, «tomando la condición de esclavo, asumiendo la semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre ... se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2, 7-8).

Así, siente miedo de morir, «Padre, si es posible, ¡aparta de mí este cáliz!», experimenta la soledad con el abandono y la traición de los amigos, penetra en la oscuridad del dolor físico más cruel con la crucifixión e incluso en las tinieblas del silencio del Padre «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» y llega al precipicio último de cada hombre, el de la muerte («dando un fuerte grito, expiró»). Verdaderamente, a él se puede aplicar la definición que Isaías reserva al Siervo del Señor: «varón de dolores y que conoce el sufrimiento» (cf. 53, 3).

Y aún así, también en ese momento extremo, no deja de ser el Hijo de Dios: en su solidaridad de amor y con el sacrificio de sí mismo siembra en el límite y en el mal de la humanidad una semilla de divinidad, o sea, un principio de liberación y de salvación; con su entrega a nosotros circunda de redención el dolor y la muerte, que él asumió y vivió, y abre también para nosotros la aurora de la resurrección. El cristiano tiene, pues, la misión de anunciar esta Palabra divina de esperanza, compartiéndola con los pobres y los que sufren, mediante el testimonio de su fe en el Reino de verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, de amor y paz, mediante la cercanía amorosa que no juzga ni condena, sino que sostiene, ilumina, conforta y perdona, siguiendo las palabras de Cristo: «Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mt 11, 28).

La Biblia, como se suele decir, es «el gran código» de la cultura universal: los artistas, idealmente, han impregnado sus pinceles en ese alfabeto teñido de historias, símbolos, figuras que son las páginas bíblicas; los músicos han tejido sus armonías alrededor de los textos sagrados, especialmente los salmos; los escritores durante siglos han retomado esas antiguas narraciones que se convertían en parábolas existenciales; los poetas se han planteado preguntas sobre los misterios del espíritu, el infinito, el mal, el amor, la muerte y la vida, recogiendo con frecuencia el clamor poético que animaba las páginas bíblicas; los pensadores, los hombres de ciencia y la misma sociedad a menudo tenían como punto de referencia, aunque fuera por contraste, los conceptos espirituales y éticos de la Palabra de Dios.

No obstante, la Palabra de Dios - para usar una significativa imagen paulina - «no está encadenada» (2Tm 2, 9) a una cultura; es más, aspira a atravesar las fronteras y, precisamente el Apóstol fue un artífice excepcional de inculturación del mensaje bíblico dentro de nuevas coordenadas culturales. Es lo que la Iglesia está llamada a hacer también hoy, mediante un proceso delicado pero necesario, que ha recibido un fuerte impulso del magisterio del Papa Benedicto XVI. Tiene que hacer que la Palabra de Dios penetre en la multiplicidad de las culturas y expresarla según sus lenguajes, sus concepciones, sus símbolos y sus tradiciones religiosas. Sin embargo, debe ser capaz de custodiar la sustancia de sus contenidos, vigilando y evitando el riesgo de degeneración.

La Iglesia tiene que hacer brillar los valores que la Palabra de Dios ofrece a otras culturas, de manera que puedan llegar a ser purificadas y fecundadas por ella. Como dijo Juan Pablo II al episcopado de Kenya durante su viaje a África en 1980, «la inculturación será realmente un reflejo de la encarnación del Verbo, cuando una cultura, transformada y regenerada por el Evangelio, produce en su propia tradición expresiones originales de vida, de celebración y de pensamiento cristiano».

Conclusión

«La voz de cielo que yo había oído me habló otra vez y me dijo: "Toma el librito que está abierto en la mano del ángel..."Y el ángel me dijo: "Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel". Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas» (Ap 10, 8-11).

Hermanos y hermanas de todo el mundo, acojamos también nosotros esta invitación; acerquémonos a la mesa de la Palabra de Dios, para alimentarnos y vivir «no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 3; Mt 4, 4). La Sagrada Escritura - como afirmaba una gran figura de la cultura cristiana - «tiene pasajes adecuados para consolar todas las condiciones humanas y pasajes adecuados para atemorizar en todas las condiciones» (B. Pascal, Pensieri, n. 532 ed. Brunschvicg).

La Palabra de Dios, en efecto, es «más dulce que la miel, más que el jugo de panales» (Sal 19, 11), es «antorcha para mis pasos, luz para mi sendero» (Sal 119, 105), pero también «como el fuego y como un martillo que golpea la peña» (Jr 23, 29). Es como una lluvia que empapa la tierra, la fecunda y la hace germinar, haciendo florecer de este modo también la aridez de nuestros desiertos espirituales (cf. Is 55, 10-11). Pero también es «viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4, 12).

Nuestra mirada se dirige con afecto a todos los estudiosos, a los catequistas y otros servidores de la Palabra de Dios para expresarles nuestra gratitud más intensa y cordial por su precioso e importante ministerio. Nos dirigimos también a nuestros hermanos y hermanas perseguidos o asesinados a causa de la Palabra de Dios y el testimonio que dan al Señor Jesús (cf. Ap 6, 9): como testigos y mártires nos cuentan “la fuerza de la palabra” (Rm 1, 16), origen de su fe, su esperanza y su amor por Dios y por los hombres.

Hagamos ahora silencio para escuchar con eficacia la Palabra del Señor y mantengamos el silencio luego de la escucha porque seguirá habitando, viviendo en nosotros y hablándonos. Hagámosla resonar al principio de nuestro día, para que Dios tenga la primera palabra y dejémosla que resuene dentro de nosotros por la noche, para que la última palabra sea de Dios.

Actividades:

  •  Compartir en grupo el fruto de la lectura:
¿Escuchar y acoger la Palabra me ha puesto en estado de misión-Testigo(a)?

·         Compartir cuáles son los ámbitos específicos en los que me siento enviado(a).

  • Leer meditativamente el texto de Lc 4, 16.

Devolver al facilitador:
Escribe en no más de una página lo que más te haya llamado la atención del Sínodo sobre la Palabra, y una aplicación a tu vida personal y a tu servicio pastoral.



[1] Esta primera parte está tomada del “instrumentumlaboris” “LA PALABRA DE DIOS EN LA VIDA Y EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA” No. 43.

sábado, 6 de octubre de 2012

IFAP TEMA 3: El encuentro con la Palabra genera la comunidad, Iglesia

TEMA 3: El encuentro con la Palabra genera la comunidad, Iglesia

Objetivo:
“Valorar la dimensión comunitaria del acercamiento a la Escritura”
“Valorar la Eucaristía como espacio privilegiado para celebrar la Palabra”

Existe una correlación entre el uso de la Biblia, la concepción de la Iglesia y la práctica pastoral. La adecuada relación se realiza cuando el Espíritu Santo crea armonía entre Escritura y Comunidad. Por lo tanto, será importante atender a la necesidad interior que impulsa a la comunidad al encuentro con la Palabra de Dios, ya que el mismo Jesús había afirmado durante su vida terrena, “donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18 20). La contemplación de Jesús, la profundización en la relación con Él nos lleva necesariamente al hermano, a la comunión, a hacer la común-unidad con hombres y mujeres que siendo diferentes comparten la misma fe en Jesucristo.

La comunidad cristiana se construye cada día dejándose guiar por la Palabra de Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, que ilumina, convierte y consuela. En efecto, “todo cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rm 15, 4).

Así, Lucas, en los Hechos de los Apóstoles nos dice que en la primera comunidad cristiana: “Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones… Todos los creyentes estaban de acuerdo y tenían todo en común, vendían sus posesiones y sus bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de  cada uno. Acudían diariamente al Templo con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón…” (Hch 2, 42-46). La presencia de Jesús en la comunidad y en su palabra se convierte en invitación a la comunión.

Con profundidad y agudeza la conclusión del Sínodo sobre la Palabra nos dice:

La casa de la Palabra: La Iglesia[1]

Como la sabiduría divina en el Antiguo Testamento, había edificado su casa en la ciudad de los hombres y de las mujeres, sosteniéndola sobre sus siete columnas (cf. Pr 9, 1), también la Palabra de Dios tiene una casa en el Nuevo Testamento: es la Iglesia que posee su modelo en la comunidad-madre de Jerusalén, la Iglesia, fundada sobre Pedro y los apóstoles y que hoy, a través de los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, sigue siendo garante, animadora e intérprete de la Palabra (cf. LG 13). Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (2, 42), esboza la arquitectura basada sobre cuatro columnas ideales, que aún hoy dan testimonio de las diferentes formas de comunidad eclesial: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan, y en las oraciones».

En primer lugar, esto es la didaché apostólica, es decir, la predicación de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo, en efecto, nos reprende diciendo que «la fe por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo» (Rm 10, 17). Desde la Iglesia sale la voz del mensajero que propone a todos el kérygma, o sea el anuncio primario y fundamental que el mismo Jesús había proclamado al comienzo de su ministerio público: «el tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. ¡Arrepentíos! Y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Los apóstoles anuncian la inauguración del Reino de Dios y, por lo tanto,la decisiva intervención divina en la historia humana, proclamando la muerte y la resurrección de Cristo: «En ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos» (Hch 4, 12).

En la Iglesia resuena, después, la catequesis que está destinada a profundizar en el cristiano «el misterio de Cristo a la luz de la Palabra para que todo el hombre sea irradiado por ella» (Juan Pablo II, Catechesitradendae, 20). Pero el apogeo de la predicación está en la homilía que aún hoy, para muchos cristianos, es el momento culminante del encuentro con la Palabra de Dios. En este acto, el ministro debería transformarse también en profeta. En efecto, él debe con un lenguaje nítido, incisivo y sustancial y no sólo con autoridad «anunciar las maravillosas obras de Dios en la historia de la salvación» (SC 35) - ofrecidas anteriormente, a través de una clara y viva lectura del texto bíblico propuesto por la liturgia - pero que también debe actualizarse según los tiempos y momentos vividos por los oyentes, haciendo germinar en sus corazones la pregunta para la conversión y para el compromiso vital: «¿qué tenemos que hacer?» (He 2, 37).

El anuncio, la catequesis y la homilía suponen, por lo tanto, la capacidad de leer y de comprender, de explicar e interpretar, implicando la mente y el corazón. En la predicación se cumple, de este modo, un doble movimiento. Con el primero se remonta a los orígenes de los textos sagrados, de los eventos, de las palabras generadoras de la historia de la salvación para comprenderlas en su significado y en su mensaje. Con el segundo movimiento se vuelve al presente, a la actualidad vivida por quien escucha y lee siempre a la luz del Cristo que es el hilo luminoso destinado a unir las Escrituras. Es lo que el mismo Jesús había hecho - como ya dijimos - en el itinerario de Jerusalén a Emaús, en compañía de sus dos discípulos. Esto es lo que hará el diácono Felipe en el camino de Jerusalén a Gaza, cuando junto al funcionario etíope instituirá ese diálogo emblemático: «¿Entiendes lo que estás leyendo? [...] )Cómo lo voy a entender si no tengo quien me lo explique?» (Hch 8, 30-31). Y la meta será el encuentro íntegro con Cristo en el sacramento. De esta manera se presenta la segunda columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra divina.

Es la fracción del pan. La escena de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) una vez más es ejemplar y reproduce cuanto sucede cada día en nuestras iglesias: en la homilía de Jesús sobre Moisés y los profetas aparece, en la mesa, la fracción del pan eucarístico. Éste es el momento del diálogo íntimo de Dios con su pueblo, es el acto de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo (cf. Lc 22, 20), es la obra suprema del Verbo que se ofrece como alimento en su cuerpo inmolado, es la fuente y la cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. La narración evangélica de la última cena, memorial del sacrificio de Cristo, cuando se proclama en la celebración eucarística, en la invocación del Espíritu Santo, se convierte en evento y sacramento. Por esta razón es que el Concilio Vaticano II, en un pasaje de gran intensidad, declaraba: «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo» (DV 21). Por esto, se deberá volver a poner en el centro de la vida cristiana «la Liturgia de la Palabra y la Eucarística que están tan íntimamente unidas de tal manera que constituyen un solo acto de culto» (SC 56).

La tercera columna del edificio espiritual de la Iglesia, la casa de la Palabra, está constituida por las oraciones, entrelazadas - como recordaba san Pablo - por «salmos, himnos, alabanzas espontáneas» (Col 3, 16). Un lugar privilegiado lo ocupa naturalmente la Liturgia de las horas, la oración de la Iglesia por excelencia, destinada a marcar el paso de los días y de los tiempos del año cristiano que ofrece, sobre todo con el Salterio, el alimento espiritual cotidiano del fiel. Junto a ésta y a las celebraciones comunitarias de la Palabra, la tradición ha introducido la práctica de la Lectio divina, lectura orante en el Espíritu Santo, capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios, sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente.

Ésta se abre con la lectura (lectio) del texto que conduce a preguntarnos sobre el conocimiento auténtico de su contenido práctico: ¿qué dice el texto bíblico en sí? Sigue la meditación (meditatio) en la cual la pregunta es: ¿qué nos dice el texto bíblico? De esta manera se llega a la oración (oratio) que supone otra pregunta: ¿qué le decimos al Señor como respuesta a su Palabra? Se concluye con la contemplación (contemplatio) durante la cual asumimos como don de Dios la misma mirada para juzgar la realidad y nos preguntamos: ¿qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor?

Frente al lector orante de la Palabra de Dios se levanta idealmente el perfil de María, la madre del Señor, que «conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19; cf. 2, 51), - como dice el texto original griego - encontrando el vínculo profundo que une eventos, actos y cosas, aparentemente desunidas, con el plan divino. También se puede presentar a los ojos del fiel que lee la Biblia, la actitud de María, hermana de Marta, que se sienta a los pies del Señor a la escucha de su Palabra, no dejando que las agitaciones exteriores le absorban enteramente su alma, y ocupando también el espacio libre de «la parte mejor» que no nos debe abandonar (cf. Lc 10, 38-42).

Aquí estamos, finalmente, frente a la última columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra: la koinonía, la comunión fraterna, otro de los nombres del ágape, es decir, del amor cristiano. Como recordaba Jesús, para convertirse en sus hermanos o hermanas se necesita ser «los hermanos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer florecer en la vida la justicia y el amor, es ofrecer tanto en la existencia como en la sociedad un testimonio en la línea del llamado de los profetas que constantemente unía la Palabra de Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social. Esto es lo que repetía continuamente Jesús, a partir de la célebre admonición en el Sermón de la montaña: «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21). En esta frase parece resonar la Palabra divina propuesta por Isaías: «Este pueblo se me acerca con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí» (29, 13). Estas advertencias son también para las iglesias que no son fieles a la escucha obediente de la Palabra de Dios.

Por ello, ésta debe ser visible y legible ya en el rostro mismo y en las manos del creyente, como lo sugirió san Gregorio Magno que veía en san Benito y en los otros grandes hombres de Dios, los testimonios de la comunión con Dios y sus hermanos, con la Palabra de Dios hecha vida. El hombre justo y fiel no sólo "explica" las Escrituras, sino que las "despliega" frente a todos como realidad viva y practicada.


Para devolver al facilitador:

Responder:
1.     ¿Cuál de las cuatro columnas te parece más necesaria y por qué?
2.    ¿Cómo se da cada una de las columnas en tu plataforma pastoral?
3.    ¿Cuál le hace más falta a tu comunidad eclesial?
4.    ¿En cuál te gustaría crecer más?
5.    ¿Por qué la eucaristía es central como espacio comunitario de celebración de la Palabra?

  • Leer y analizar el texto de Hch. 2, 42-47 y aplicarlo a tu vida/comunidad desde las opciones de vida cristiana que pretendemos vivir, especialmente en lo referente a la comunión.

  • Leer el texto de 1Cor 11, 17-33 y analizar las deformaciones que se dan en la celebración de la cena del Señor.

6.    ¿Qué nos diría hoy San Pablo?

Para compartir en tu comunidad o grupo apostólico de referencia:

  1. ¿Qué opinas de las homilías de los sacerdotes? ¿Qué hace falta?
  2. ¿Qué piensas de quienes llegan a misa después de la proclamación de la Palabra?
  3. ¿Te parece que los católicos hemos valorado suficientemente la Palabra?
  4. ¿Has participado alguna vez de la liturgia de las horas y/o de la lectio divina? ¿Qué sentido le has encontrado?
  5. ¿Por qué la celebración de la Palabra y la eucaristía no tiene sentido si no construimos la comunidad?


Para comentarlo con tu acompañante o director espiritual:

  1. ¿A qué nuevos sentimientos y actitudes respecto a los otros te ha llevado la lectura de la Palabra en comunidad?
  2. ¿Ha despertado en ti sentimientos de solidaridad? ¿Cómo ha sido?
  3. ¿Has tenido la experiencia de proclamar el kerygma? ¿Lo has recibido? ¿Has experimentado la salvación en Jesús?





[1] Tomado de los nn. 7-10 del discurso conclusivo del Sínodo sobre la Palabra.